Alain Delon, la mirada que se extingue

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En 2010, en el pageant de Cannes, Alain Delon presentó junto a Claudia Cardinale la versión restaurada de El gatopardo. Durante un rato, el actor se quedó en el fondo de la sala Debussy esperando para subir al escenario. A sus 74 años, siempre con su ligero bronceado y la camisa blanca desabrochada, sus ojos ya cansados seguían teniendo toda la profundidad y el misterio de un actor que convirtió el accidente de su belleza en uno de los grandes monumentos de la historia del cine. La mirada de Delon period, cómo no, intimidante, pero cuando llegó el momento de presentar la película, con una mezcla de furia y pesimismo, dijo: “Menos Claudia y yo, el resto ha muerto. Así que comparecemos aquí como meros supervivientes”.

Decir que Alain Delon, fallecido este domingo a los 88 años, period guapo es reducir a vulgar cara bonita a un hombre que simbolizó como ninguno otro la ambigua naturaleza de la Europa de posguerra. Lo nuevo y lo caduco, lo terrenal y lo insondable, la luz y las tinieblas estuvieron siempre presentes en su perfecto rostro. No es informal que fuese Luchino Visconti, un esteta aristócrata y comunista, el hombre que lo moldeó a principios de los años sesenta. En 1960, el actor estrenaba con 24 años dos de sus películas más emblemáticas y las que quizá mejor explican la dualidad de su prison belleza. En Rocco y sus hermanos, de Visconti, daba vida a Rocco, uno de los pobres hermanos Parondi, y en A pleno sol, de René Clément, fue el más perturbador de todos los Mr. Ripley. Santo y demonio. Sin inmutarse, incluso sin apenas interpretar, Delon podía serlo todo.

Un año después, en 1961, Visconti aceptó llevar al teatro la obra del dramaturgo John Ford Lástima que sea una puta, la historia de un amor incestuoso en la que el actor compartiría escenario con otra estrella emergente, la austriaca Romy Schneider, con la que acababa de trabajar en el drama romántico Amoríos (1958), de Pierre Gaspard-Huit. Los que vieron a Delon y Schneider en aquel debut en París recuerdan la fuerte impresión que provocó la joven pareja. Mientras el mundo se enamoraba de ellos, Delon y Schneider empezaban una relación que con el tiempo ahondó en el aura trágica de ella y que, en la pantalla, cuajó en el thriller La piscina (1968), de Jacques Deray, uno de los directores con los que más trabajó el actor francés.

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Alain Delon, en una entrevista en 1982.Marisa Flórez

Fue poco antes de volver con Visconti en El gatopardo (1963) cuando Delon tuvo otra parada gloriosa en el cine italiano de la mano de Michelangelo Antonioni, que cerró su basic trilogía de la incomunicación con El eclipse (1961), en la que el actor daba vida a un joven corredor de bolsa que intentaba seducir a una escurridiza Monica Vitti. Hasta finales de los años setenta, Delon supo aprovechar su carisma para hacer buen cine. Como en uno de sus grandes papeles, en El silencio de un hombre (Le Samouraï, 1967), de Jean-Pierre Melville o El otro Señor Klein (1976), de Joseph Losey.

En todas estas películas, Delon demostró tener el don de la quietud, le bastaba mirar para provocar sentimientos encontrados, a veces de desamparo, otras de peligro, siempre de atracción. Como una pantera o como una estatua clásica, quizá lo que mejor explica su enigma, lo que convierte su belleza en algo muy alejado de otras grandes bellezas de la historia del cine, es su cualidad decadente, de algo que definitivamente se extingue. En una ocasión el fotógrafo británico David Bailey le preguntó a Visconti si consideraba la palabra decadente un insulto y Visconti le respondió: “Al revés. Es importante ser decadente porque la decadencia formará siempre parte de la historia y del arte”. Y eso mismo podría decirse de Alain Delon.

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Alain Delon recibe la Palma de Oro en Cannes en 2019.Guillaume Horcajuelo (EFE)

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