Ana Briongos, la fascinación de la lejanía

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En la plaza central de Isfahán hay un escaparate con los libros de Ana Briongos. Hay que entrar por el norte y las solapas en turco, persa, español y catalán de La cueva de Alí Babá (1997) y Negro sobre negro (2002) guían hacia la entrada de la plaza más bella del mundo. Volví a Irán en noviembre, hice una foto de los libros para mandársela, pero no llegué a enviarla. Ana, nuestra querida Ana. Ancestra, amiga, maestra, generosa, brillante, falleció el martes pasado a los 77 años, y nos ha dejado más solos.

En Isfahán la conocían bien. La nombraban en el mercado, en las calles, en las tiendas. Cuando decías de dónde venías, los isfahaníes te hablaban de ella. Había viajado al país por primera vez en 1974 con una beca para hacer un doctorado. También había vuelto a Kabul a finales de los sesenta para trabajar. Esas solían ser sus razones para viajar, maneras que le permitían convivir con otros y otras y hacer propias las culturas que en principio parecían ajenas. Ella me dijo cómo conseguir el visado en el año 2005 para mi primer viaje a Irán y cómo renovarlo dentro del país si quería quedarme más tiempo en 2014. A partir de entonces fue la amistad. El don que hay que cuidar como un jardín y que Ana cultivaba como nadie. “¿Nos podríamos acompañar en las presentaciones?”, decidimos cuando publicó Geografías intimas (2015). Ana period una viajera a la que seguir y tenía uno de los grandes dones de los que viajan. Siempre estaba allí, altruista, ayudando, dando, conocedora de que viajeros (y forasteros) somos todos y que podemos estar en cualquier momento en dificultades y necesitados de ayuda.

Me di cuenta en la sobremesa de un desayuno que compartimos en el resort donde nos había alojado la Fundación Tres Culturas: “¿Eres tú la Ana Briongos de Los mares del sur de la novela de Manuel Vázquez Montalbán?”. “Sí”, contestó. Al igual que la protagonista, vivió en pos de su compromiso político. Ana había estudiado Física y había militado en el PSUC. Esa mañana me contó también que su padre la acunaba de niña cantando el Cara al sol. Había publicado Un invierno en Kandahar (2000) y Esto es Calcuta (2017), libros de viaje de quien conocía las lenguas de donde iba, pasaba largas temporadas y hacía grandes amigos. Ver el mundo a través de los otros. Otra lección y sabiduría que nos lega.

Presenté su último libro en Barcelona, Mi cuaderno morado. El viaje más largo (2023). Tres viajes en uno. El de su vida durante la Barcelona franquista, sus viajes por Asia y sus estancias últimas en Berkeley acompañando a su hija y nietos. Este último viaje period el más precioso. Había hecho de lo cotidiano un relato humanista, cercano y de amistad. Vivir el día a día como si fuera un viaje, ver lo que la rodeaba (a pesar de lo viajado, vivido y la edad) con asombro y perplejidad. Cuando presenté mi novela menorquina-iraní, Las vidas que no viví, destacó el tema del azafrán, un símbolo tan iraní, que también se cultivaba en Menorca y unía la geografía de los dos territorios.

En marzo pasado me escribió. Yo estaba en Japón, ella iba a ir a pasar unas semanas en Tokio y quería recomendaciones de sitios para visitar. La imaginé en Koyasan, el centro budista del país, entre tonos naranjas deslumbrantes y en Ise, el centro sintoísta de Japón y una naturaleza perfecta; pero no llegó a visitarlos. Tuvo que volver tras conocer que estaba enferma.

Me cuentan los amigos que las últimas semanas le gustaba mirar el mar desde los ventanales de su casa. Decía que sentía que estaba comenzando una etapa nueva. “La fascinación de la lejanía”, escribió, en su último libro, su llamada.

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